PERO CUANDO LLEGÓ LA 762 NOCHE
Ella dijo:
....Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y. de Soleimán.
Y cuando llegó la noche levantaron los manteles e hizo al punto su entrada en la sala de la cúpula un grupo de danzarinas. Y estaba compuesto de cuatrocientas jóvenes, hijas de efrits, vestidas como flores y ligeras como pájaros. Y al son de una música, aérea se pusieron a bailar varias clases de motivos y con pasos de danza como no pueden versa más que en las regiones del paraíso. Y entonces fue cuando Aladino se levantó y cogiendo de la mano a su esposa se encaminó con ella a la cámara nupcial con paso cadencioso. Y les siguieron ordenadamente las esclavas jóvenes, procedidas, por la madre de Aladino. Y desnudaron a Badrú'l-Budur; y no le pusieron sobre el cuerpo más que lo estrictamente necesario para la noche. Y así era ella comparable a un narciso que saliera de su cáliz. Y tras de desearles delicias y alegría, les dejaron solos en la cámara nupcial. Y por fin pudo Aladino, en el límite de la dicha, unirse a la princesa Badrú'l-Budur, hija del rey. Y su noche, como su día, no tuvo par en los tiempos de Iskandar y de Soleimán.
Al día siguiente, después de toda una noche de delicias, Aladino salió de los brazos de su esposa Badrú'lBudur para hacer que al punto le pusieran un traje mas magnífico todavía que el de la víspera, y disponerse a ir a ver al sultán. Y mandó que le llevaran un soberbio caballo de las caballerizas pobladas por el efrit de la lámpara, y lo montó y se encaminó al palacio del padre de su esposa en medio de una escolta de honor. Y el sultán le recibió con muestras del más vivo regocijo, y le besó y le pidió con mucho interés noticias suyas y noticias de Badrú'l-Budur. Y Aladino le dio la respuesta conveniente acerca del particular, y le dijo: “¡Vengo sin tardanza ¡oh rey del tiempo! para invitarte a que vayas hoy a iluminar mi morada con tu presencia y a compartir con nosotros la primera comida que celebramos después de las bodas! ¡Y te ruego que, para visitar el palacio de tu hija, te hagas acompañar del gran visir y los emires!” Y el sultán, pasa demostrarle su estimación y su afecto, no puso ninguna dificultad al aceptar la invitación, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y seguido de su gran visir y de sus emires salió con Aladino.
Y he aquí que, a medida que el sultán se aproximaba al palacio de su hija, su admiración erecta considerablemente y sus exclamaciones se hacían más vivas, más acentuadas y más altisonantes. Y eso que aún estaba fuera del palacio. ¡Pero cómo se maravilló cuando estuvo dentro! ¡No veía por doquiera más que esplendores, suntuosidades, riquezas, buen gusto, armonía y magnificencia! Y lo que acabó de deslumbrarle fue la sala de la cúpula de cristal, cuya arquitectura aérea y cuya ornamentación no podía dejar de admirar. Y quiso contar el numero de ventanas enriquecidas con pedrerías, y vio que, en efecto, ascendían al número de noventa y nueve, ni una más ni una menos. Y se asombró enormemente. Pero asimismo notó que la ventana que hacía el número noventa y nueve no estaba concluida y carecía de todo adorno; y se encaró con Aladino y le dijo, muy sorprendido: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡he aquí, ciertamente, el palacio más maravilloso que existió jamás sobre la faz de la tierra! ¡Y estoy lleno de admiración por cuanto veo! Pero, ¿puedes decirme qué motivo te ha impedido acabar la labor de esa ventana que con su imperfección afea la hermosura de sus hermanas?” Y Aladino sonrió y contestó: “¡Oh rey del tiempo! te ruego que no creas fue por olvido o por economía o por simple- negligencia por lo que dejé esa ventana en el estado imperfecto en que la ves, porque la he querido así a sabiendas. Y el motivo consiste en dejar a tu alteza el cuidado de hacer acabar esa labor para sellar de tal suerte en la piedra de este palacio tu nombre glorioso y el recuerdo de tu reinado. ¡Por eso te suplico que consagres con tu consentimiento la construcción de esta morada que, por muy confortable que sea, resulta indigna de los méritos de mi esposa, tu hija!” Y extremadamente halagado por aquella delicada atención de Aladino, el rey le dio las gracias y quiso que al instante se comenzara aquel trabajo. Y a este efecto dio orden a sus guardias para que hicieran ir al palacio, sin demora, a los joyeros más hábiles y mejor surtidos de pedrerías, para acabar las incrustaciones de la ventana. Y mientras llegaban fue a ver a su hija y a pedirla noticias de su primera noche de bodas. Y sólo por la sonrisa con que le recibió ella y por su aire, satisfecho comprendió que sería superfluo insistir. Y besó a Aladino, felicitándole mucho, y fue con él a la sala en que ya estaba preparada la comida con todo el esplendor conveniente. Y comió de todo, y le parecieron los manjares los más excelentes que había probado nunca, y el servicio muy superior al de su palacio, y la plata y los accesorios admirables en absoluto.
Entre tanto llegaran los joyeros y orfebres a quienes habían ido a buscar los guardias por toda la capital; y se pasó recado al rey, que en seguida subió a la cúpula de las noventa y nueve ventanas. Y enseñó a los orfebres la ventana sin terminar, diciéndoles: “¡Es preciso que en el plazo más breve posible acabéis la labor que necesita esta ventana en cuanto a incrustaciones de perlas y pedrerías de todos colores!” Y los orfebres y joyeros contestaron con el oído y la obediencia, y se pusieron a examinar con mucha minuciosidad la labor y las incrustaciones de las demás ventanas, mirándose unos a otros con ojos muy dilatados de asombro. Y después de ponerse de acuerdo entre ellos, volvieron junto al sultán, y tras de las prosternaciones, le dijeron: “¡Oh rey del tiempo! ¡no obstante todo nuestro repuesto de piedras preciosas, no tenemos en nuestras tiendas con qué adornar la centésima parte de esta ventana!” Y dijo el rey; “¡Yo os proporcionare lo que os haga falta!” Y mandó llevar las frutas de piedras preciosas que. Aladino le había dado como presente, y les dijo: “¡Emplead lo necesario y devolvedme lo que sobre!” Y los joyeros tomaron sus medidas e hicieron sus cálculos, repitiéndolos varias veces, y contestaron: “¡Oh rey del tiempo! ¡con todo lo que nos das y con todo lo que poseemos no habrá bastante para adornar la décima parte de la ventana!” Y el rey se encaró con sus guardias, y les dijo: “¡Invadid las casas de mis visires, grandes y pequeños, de mis emires y de todas las personas ricas de mi reino, y haced que os entreguen de grado o por fuerza todas las piedras preciosas que posean!” Y los guardias se apresuraron a ejecutar la orden.
En espera de que regresasen, Aladino, que veía que el rey empezaba a estar inquieto por el resultado de la empresa y que interiormente se regocijaba en extremo de la cosa, quiso distraerle con un concierto. E hizo una seña a uno de los jóvenes efrits esclavos suyos, el cual hizo entrar al punto un grupo de cantarinas, tan hermosas, que cada una de ellas podía decir a la luna: “¡Levántate para que me siente en tu sitio!”, y dotadas de una voz encantadora que podía decir al ruiseñor ¡Cállate para escuchar cómo canto!” Y en efecto, consiguieron con la armonía que el rey tuviese un poco de paciencia.
Pero en cuanto llegaron los guardias el sultán entregó en seguida a joyeros y orfebres las pedrerías procedentes del despojo de las consabidas personas ricas, y es dijo: “Y bien, ¿qué tenéis que decir ahora?” Ellos contestaron: “¡Por Alah, ¡oh señor, nuestro! que aun nos falta mucho! ¡Y necesitaremos ocho veces más materiales que los que poseemos al presente! ¡Además, para hacer bien este trabajo, precisamos por lo menos un plazo de tres meses, poniendo manos a la obra de día y de noche!”
Al oír estas palabras, el rey llegó al límite el desaliento y de la perplejidad, y sintió alargársele la nariz hasta los pies de lo que le avergonzaba su impotencia en circunstancias tan penosas para su amor propio. Entonces Aladino, sin querer ya prolongar más la prueba a la que le hubo de someter, y dándose, por satisfecho, se encaró con los orfebres y joyeras, y les dijo: “¡Recoged lo que os pertenece y salid!” Y dijo a los guardias: “¡Devolved las pedrerías a sus dueños!” Y dijo al rey. “¡Oh rey del tiempo! ¡no sería bien que admitiera de ti yo lo que te di una vez! ¡Te ruego, pues, veas con agrado que te restituya yo estas frutas de pedrerías y te reemplace en lo que falta hacer para llevar a cabo la ornamentación de esa ventana! ¡Solamente te suplico que me esperes en el aposento de mi esposa Badrú’l-Budur, porque no puedo trabajar ni dar ninguna orden cuando sé que me están mirando!” Y el rey se retiró con su hija Badrú’l-Budur para no importunar a Aladino.
Entonces Aladino sacó del fondo de un armario de nácar la lámpara mágica; que había tenido mucho cuidado de no olvidan en la mudanza de la antigua casa al palacio, y la frotó como tenía por costumbre hacerlo. Y al instante apareció el efrit y se inclinó ante Aladino esperando sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡te he hecho venir para que hagas, de todo punto semejante a sus hermanas, la ventana número noventa y nueve!” Y apenas había él formulado está petición cuando desapareció el efrit. Y oyó Aladino como una infinidad de martillazos- y chirridos de limas en la ventana consabida; y en menos tiempo del que el sediento necesita para beberse un vaso de agua fresca, vio aparecer y quedar rematada la milagrosa ornamentación de pedrerías de la ventana. Y no pudo encontrar la diferencia con las otras. Y fue en busca del sultán y le rogó que le acompañara a la sala de la cúpula.
Cuando el sultán llegó frente a la ventana, que había visto tan imperfecta unos instantes antes, creyó que se había equivocado de sitio, sin poder diferenciarla de las otras. Pero cuando después de dar la vuelta varias veces a la cúpula, comprobó que en tan poco tiempo se había hecho aquel trabajo, para cuya terminación exigían tres meses enteros todos los joyeros y orfebres reunidos, llegó al límite de la maravilla, y besó a Aladino entre ambos ojos, y le dijo: ¡Ah! ¡hijo mío Aladino, conforme te conozco más, me pareces más admirable!” Y envió a buscar al gran visir, y le mostró con el dedo la maravilla que le entusiasmaba, y le dijo con acento irónico: “Y bien, visir, ¿qué te parece?” Y el visir, que no se olvidaba de su antiguo rencor, se convenció cada vez más, al ver la cosa, de que Aladino era un hechicero, un herético y un filósofo alquimista. Pero se guardó mucho de dejar translucir sus pensamientos al sultán, a quien sabía muy adicto a su nuevo yerno, y sin entrar en conversación con él le dejó con su maravilla y se limitó a contestar: “¡Alah es el más grande!”
Y he aquí que, desde aquel día, el sultán no dejó de ir a pasar, después del diván; algunas horas cada tarde en compañía de su yerno Aladino y de su hija Badrú’l-Budur, para contemplar las maravillas del palacio, en donde siempre encontraba cosas nuevas más admirables que las antiguas, y que le maravillaban y le transportaban.
En cuanto a Aladino, lejos de envanecerse con lo agradable de su nueva vida, tuvo cuidado de consagrarse, durante las horas que no pasaba con su esposa Badrú't-Budur, a hacer el bien a su alrededor y a informarse de las gentes pobres para socorrerlas. Porque no olvidaba su antigua condición y la miseria en que había vivido con su madre en los años de su niñez. Y además, siempre que salía a caballo se hacía escoltar por algunos esclavos que, siguiendo órdenes suyas, no dejaban de tirar en todo el recorrido puñados de dinares de oro a la muchedumbre que acudía a su paso. Y a diario, después de la comida de mediodía y de la noche, hacía repartir entre los pobres las sobras de su mesa, que bastarían para alimentar a más de cinco mil personas. Así es que su conducta tan generosa y su bondad y su modestia le granjearon el afecto de todo el pueblo y le atrajeron las bendiciones de todos los habitantes. Y no había ni uno que no jurase por su nombre y por su vida. Pero lo que acabó de conquistarle los corazones y cimentar su fama fue cierta gran victoria que logro sobre unas tribus rebeladas contra el sultán, y donde había dado prueba de un valor maravilloso y de cualidades guerreras que superaban á las hazañas de los héroes más famosos. Y Badrú’l-Budur le amó cada vez mas, y cada vez felicitóse mas de su feliz destino que le había dado por esposo al único hombre que se la merecía verdaderamente. Y de tal suerte vivió Aladino varios años de dicha perfecta entre su esposa y su madre, rodeado del afecto y la abnegación de grandes y pequeños, y más querido y más respetado que el mismo sultán, quien, por cierto continuaba teniéndole en alta estima y sintiendo por él una admiración ilimitada. ¡Y he aquí lo referente a Aladino!
¡He aquí ahora lo que se refiere al mago maghrebín a quien encontramos al principio de todos estos acontecimientos y que, sin querer, fue causa de la fortuna de Aladino!
Cuando abandonó a Aladino en el subterráneo, para dejarle morir de sed y de hambre, se volvió a su país al fondo del Maghreb lejano. Y se pasaba el tiempo entristeciéndose con el mal resultado de su expedición y lamentando las penas y fatigas que había soportado tan vanamente para conquistar la lámpara mágica. Y pensaba en la fatalidad que le había quitado de los labios el bocado que tanto trabajo le costó confeccionar. Y no transcurría día sin que el recuerdo lleno de amargura de aquellas cosas asaltase su memoria y le hiciese maldecir a Aladino y el momento en que se encontró con Aladino. Y un día que estaba más lleno de rencor que de ordinario acabó por sentir curiosidad por los detalles de la muerte de Aladino. Y a este efecto, como estaba muy versado en la geomancia, cogió su mesa de arena adivinatoria, que hubo de sacar del fondo de un, armario, sentóse sobre una estera cuadrada en medio de un círculo trazado con rojo, alisó la arena, arregló los granos machos y los granos hembras, las madres y las hijos, murmuró las fórmulas geomanticas, y dijo: “Está bien, ¡oh arena! veamos. ¿Qué ha sido de la lámpara mágica? ¿Y cómo murió ese miserable, que se llamaba Aladino?” Y pronunciando estas palabras agitó la arena con arreglo al rito. Y he aquí que nacieron las figuras y se formó el horóscopo. Y el maghrebín, en el límite de la estupefacción, después de un examen detallado de las figuras del horóscopo, descubrió sin ningún género de duda que Aladino no estaba muerto, sino muy vivo, que era dueño de la lámpara mágica, y que vivía con esplendor, riquezas y honores, casado con la princesa Badrú’l-Budur, hija del rey de la China, a. la cual amaba y la cual le amaba, y por último, que no se le conocía en todo el imperio de la China e incluso en las fronteras del mundo más que con el nombre del emir Aladino.
Cuando el mago se enteró de tal suerte, por medio de las operaciones de su geomancia y de su descreimiento, de aquellas cosas que estaba tan lejos de esperarse, espumajeó de rabia y escupió al aire y al suelo, diciendo: “Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡oh pájaro de horca! ¡oh rostro de pez y de brea!..
En éste, momento de su narración, Schahrazaa vio aparecerla mañana, y se calló discretamente.
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PERO CUANDO LLEGÓ LA 765 NOCHE
Ella dijo:
“...Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡oh pájaro de horca! ¡oh rostro de pez y de brea!” Y durante una hora de tiempo estuvo escupiendo al aire y al suelo, hollando con los pies a un Aladino imaginario y abrumándote a juramentos atroces y a insultos de todas las variedades, hasta que se calmó un poco. Pero entonces resolvió vengarse a toda costa de Aladino y hacerle expiar las felicidades de que en detrimento suyo gozaba con la posesión de aquella lámpara mágica que le había costado al mago tantos esfuerzos y tantas- penas inútiles. Y sin vacilar un instante se puso en camino para la China. Y como la rabia y el deseo de venganza le daban alas, viajó sin detenerse, meditando largamente sobre los medios de que se valdría para apoderarse de Aladino; y no tardó en llegar a la capital del reino de China. Y paró en un khan, donde alquiló una vivienda. Y desde el día siguiente a su llegada empezó a recorrer los sitios públicos y los lugares más frecuentados; y por todas partes sólo oyó hablar del emir Aladino, de la hermosura del emir Aladino, de la generosidad del emir Aladino y de la magnificencia del emir Aladino. Y se dijo: “¡Por el fuego y por la luz que no tardará en pronunciarse éste nombre para sentenciarlo a muerte!” Y llegó al palacio de Aladino, y exclamó al ver su aspecto imponente; “¡Ah! ¡ah! ¡ahí habita ahora el hijo del sastre Mustafá, el que no tenía un pedazo de pan que echarse a la boca al llegar la noche! ¡ah! ¡ah! ¡pronto verás, Aladino, si mi Destino vence o no al tuyo, y si obligo o no a tu madre a hilar lana, como en otro tiempo, para no morirse de hambre, y si cavo o no con mis propias manos la fosa adonde irá ella a llorar!” Luego se acercó a la puerta principal del palacio, y después de entablar conversación con el portero consiguió enterarse de que Aladino había ido de caza por varios días. Y pensó: “¡He aquí ya el principio de la caída de Aladino! ¡En ausencia suya podré obrar más libremente! ¡Pero, ante todo, es preciso que sepa, si Aladino se ha llevado la lámpara consigo o si la ha dejado en el palacio! Y se apresuró a volver a su habitación del khan, donde cogió su mesa geomántica y la interrogó. Y el horóscopo le reveló que Aladino había dejado la lámpara en el palacio.
Entonces el maghrebín, ebrio de alegría, fue al zoco de los caldereros y entró en la tienda de un mercader de linternas y lámparas de cobre, y le dijo: “¡Oh mi señor! necesito una docena de lámparas de cobre completamente nuevas y muy bruñidas!” Y contestó el mercader: “¡Tengo lo que necesitas!” Y le puso delante doce lámparas muy brillantes y le pidió un precio que le pagó el mago sin regatear. Y las cogió y las puso en un cesto que había comprado en casa del cestero. Y salió del zoco.
Y entonces se dedicó a recorrer las calles con el cesto de lámparas al brazo, gritando: “¡Lámparas nuevas! ¡A las lámparas nuevas! ¡Cambio lámparas nuevas por otras viejas! ¡Quien quiera el cambio que venga por la nueva!” Y de este modo se encaminó al palacio de Aladino.
En cuanto los pilluelos de las calles oyeron aquel pregón insólito y vieron el amplio turbante del maghrebín dejaron de jugar y acudieron en tropel. Y se pusieron a hacer piruetas detrás de él, mofándose y gritando a coro: “¡Al loco! ¡al loco!” Pero él, sin prestar la menor atención a sus burlas, seguía con su pregón, que dominaba las cuchufletas: “¡Lámparas nuevas! ¡A las lámparas nuevas! ¡Cambio lámparas nuevas por otras viejas! ¡Quien quiera el cambio que venga por la nueva!”
Y de tal suerte; seguido por la burlona muchedumbre de chiquillos, llegó a la plaza que había delante de la puerta del palacio y se dedicó a recorrerla de un extremo a otro para volver sobre sus pasos y recomenzar, repitiendo, cada vez más fuerte, su pregón sin cansarse. Y tanta maña se dio, que la princesa Badrú’l-Budur, que en aquel momento se encontraba en la sala de las noventa y nueve ventanas, oyó aquel vocerío insólito y abrió una de las ventanas y miró a la plaza. Y vio a la muchedumbre insolente y burlona de pilluelos, y entendió el extraño pregón del maghrebín. Y se echó a reír. Y sus mujeres entendieron el pregón y también se echaron a reír con ella. Y le dijo una “¡Oh mi señora! ¡precisamente hoy, al limpiar el cuarto de mi amo Aladino, he visto en una mesita una lampara vieja de cobre! ¡Permíteme, pues, que vaya a cogerla y a enseñársela a ese viejo maghrebín, para ver si realmente, está tan loco como nos da a entender su pregón, y si consiente en cambiárnosla por una lámpara nueva!” Y he aquí que la lámpara vieja de que hablaba aquella esclava era precisamente la lámpara mágica de Aladino. ¡Y por una desgracia escrita por el Destino, se había olvidado él, antes de partir, de guardarla en el armario de nácar en que generalmente la tenía escondida, y la había dejado encima de la mesilla! ¿Pero es posible luchar contra los decretos del Destino?
Por otra parte, la princesa Badrú'l-Budur ignoraba completamente la existencia de aquella lámpara y sus virtudes maravillosas. Así es que no vio ningún inconveniente en el cambio de que le hablaba su esclava, y contestó: “¡Desde luego! ¡Coge esa lámpara y dásela al agha de los eunucos, a fin de que vaya a cambiarla por una lámpara nueva y nos riamos a costa de ese loco!” Entonces la joven esclava fue al aposento de Aladino, cogió la lámpara mágica que estaba encima de la mesilla y se la entregó al alha de los eunucos. Y el agha bajó al punto a la plaza, llamó al maghrebín, le enseñó la lámpara que tenía, y le dijo: “¡Mi señora desea cambiar esta lámpara por una de las nuevas que llevas en ese cesto!”
Cuando el mago vio la lámpara la reconoció al primer golpe de vista y empezó a temblar de emoción. Y el eunuco le dijo: “¿Qué te pasa? ¿Acaso encuentras esta lámpara demasiado vieja para cambiarla?” Pero el mago, que había dominado ya su excitación, tendió la mano con la rapidez del buitre que cae sobre la tórtola, cogió la lámpara que le ofrecía el eunuco y se la guardó en el pecho. Luego presentó al eunuco el cesto, diciendo: “¡Coge la que más te guste!” Y el eunuco escogió una lámpara muy bruñida y completamente. nueva, y se apresuro a llevársela a su ama Badrú’l-Budur, echándose a reír y burlándose de la locura del maghrebín. ¡Y he aquí lo referente al agha de los eunucos y al cambio de la lámpara mágica en ausencia de Aladino!
En cuanto al mago, echó a correr en seguida, tirando el cesto con su contenido a la cabeza de los pilluelos, que continuaban mofándose de él, para impedirles que le siguieran. Y de tal modo desembarazado, franqueó recintos de palacios y jardines y se aventuró por las calles de la ciudad, dando mil rodeos, a fin de que perdieran su pista quienes hubiesen querido perseguirle. Y cuando llegó a un barrio completamente desierto, se saco del pecho la lámpara y la frotó. Y él efrit de la lámpara respondió a esta llamada, apareciéndose ante él al punto, y diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Porque el efrit obedecía indistintamente a quienquiera que fuese el poseedor de aquella lámpara, aunque, como el mago, fuera por el camino de la maldad y de la perdición.
Entonces el maghrebín le dijo: ¡Oh efrit de la lámpara! te ordeno que cojas el palacio que edificaste para Aladino y lo transportes con todos los seres y todas las cosas que contiene a mi país, que ya sabes cuál es, y que está en el fondo del Maghreb, entre jardines. ¡Y también me transportarás a mí allá con el palacio!” Y contestó el efrit esclavo de la lámpara: “¡Escucho y obedezco! ¡Cierra un ojo y abre un ojo, y te encontrarás en tu país, en medio del palacio de Aladino!” Y efectivamente, en un abrir y cerrar de ojos se hizo todo. Y el maghrebín se encontró transportado, con el palacio de Aladino en medio de su país, en el Maghreb africano. ¡Y esto es lo referente a él!
Pero en cuanto al sultán; padre de Badrú’l-Budur, al despertarse el siguiente día salió de su palacio, como tenía por costumbre, para ir a visitar a su hija a la que quería tanto. Y en el sitio en que se alzaba el maravilloso palacio no vio más que, un amplio meidán agujereado por las zanjas vacías de los cimientos. Y en el límite de la perplejidad, ya no supo si habría perdido la razón; y empezó a restregarse los ojos para darse cuenta mejor de lo que veía. ¡Y comprobó que con la claridad del sol saliente y la limpidez de la mañana no había manera de engañarse, y que el palacio ya no estaba allí! Pero quiso convencerse más aún de aquella realidad enloquecedora, y subió al piso más alto, y abrió la ventana que daba enfrente de los aposentos de su hija. Y no vio palacio ni huella de palacio, ni jardines ni huella de jardines, sino sólo un inmenso meidán donde, de no estar las zanjas, habrían podido los caballeros justar a su antojo.
Entonces, desgarrado de ansiedad, el desdichado padre empezó a golpearse las manos una contra otra y a mesarse la barba llorando, por más que no pudiese darse cuenta exacta de la naturaleza y de la magnitud de su desgracia. Y mientras de tal suerte desplomábase sobre el diván, su gran visir entró para anunciarle, como de costumbre, la apertura de la sesión de justicia. Y vio el estado en que se hallaba, y no supo qué pensar. Y el sultán le dijo: “¡Acércate aquí!” Y el visir se acercó, y el sultán le dijo: “¿Dónde está el palacio de mi hija?” El otro dijo:
¡Alah guarde al sultán! ¡pero no comprendo lo que quiere decir!” El sultán dijo: “¡Cualquiera creería ¡oh visir! que no estás al corriente de la triste nueva!” El visir dijo: “Claro que no lo estoy, ¡oh mi señor! ¡por Alah, que no sé nada, absolutamente no!” El sultán dijo: “¡En ese caso, no has mirado hacia el palacio de Aladino!” El visir dijo: “¡Ayer tarde estuve a pasearme por los jardines que lo rodean, y no he notado ninguna cosa de particular, sino que la puerta principal estaba cerrada a causa de la ausencia del emir Aladino!” El sultán dijo: “¡En ese caso, ¡oh visir! mira por esta ventana y dime si no notas ninguna cosa de particular en ese palacio que ayer viste con la puerta cerrada!” Y el visir sacó la cabeza por la ventana y miró, pero fue para levantar los brazos al cielo, exclamando: “¡Alejado sea el Maligno!” ¡el palacio ha desaparecido!” Luego se encaró con el sultán, y le dijo: “¡Y ahora ¡oh mi señor!' ¿vacilas en creer que ese palacio, cuya arquitectura y ornamentación admiraban tanto, sea otra cosa que la obra de la más admirable hechicería? Y el sultán bajó la cabeza y reflexionó durante una hora de tiempo. Tras de lo cual levantó la cabeza, y tenía el rastro revestido de furor. Y exclamó: “¿Dónde está ese malvado, ese aventurero, ese mago, ese impostor, ese hijo de mil perros, que se llama Aladino?” Y el visir contestó con el corazón dilatado de triunfo: “¡Está ausente de casa; pero me ha anunciado su regreso para hoy antes de la plegaria del mediodía! ¡Y si quieres, me encargo de ir yo mismo a informarme acerca de él sobre lo que ha sido del palacio con su contenido!” Y el rey se puso a gritar: “No ¡por Alah! ¡Hay que tratarle como a los ladrones, y a los embusteros! ¡Que me le traigan los guardias cargado de cadenas!”
Al punto el gran visir salió a comunicar la orden del sultán al jefe de los guardias, instruyéndole acerca de cómo debía arreglarse para que no se le escapara Aladino. Y acompañado por cien jinetes, el jefe de los guardias salió de la ciudad al canino por donde tenía que volver Aladino, y se encontró con él a cien farasanges de las puertas. Y en seguida hizo que le cercaran los jinetes, y lo dijo: “Emir Aladino, ¡oh amo nuestro! ¡dispénsanos por favor! ¡pero el sultán, de quien somos esclavos, nos ha ordenado que te detengamos y te pongamos entre sus manos cargado de cadenas como los criminales! ¡Y no podemos desobedecer una orden real! ¡Pero repetimos que nos dispenses por tratarte así, aunque a todos nosotros nos ha inundado tu generosidad!”
Al oír estas palabras del jefe de los guardas, a Aladino se le trabó la lengua de sorpresa y de emoción. Pero acabó por poder hablar, y dijo: ¡Oh buenas gentes! ¿Sabéis, al menos, por qué motivo os ha dado el sultán semejante orden, siendo yo inocente de todo crimen con respecto a él o al Estado?” Y contestó el jefe de los guardias: “¡Por Alah, que no lo sabemos!” Entonces Aladino se apeó del su caballo, y dijo.: “¡Haced de mí lo que os haya ordenado el sultán, pues las órdenes del sultán estás por encima de la cabeza y de los ojos!” Y los guardias, muy a disgusto suyo, se apoderaron de Aladino, le ataron los brazos, le echaron al cuello una cadena muy gorda y muy pesada, con la que también le sujetaron por la cintura, y cogiendo el extremo de aquella cadena le arrastraron a la ciudad, haciéndole caminar a pie mientras ellos seguían a caballo su camino.
Llegados que fueron los guardias a los primeros arrabales de la ciudad, los transeúntes que vieron de este modo a Aladino no dudaron de que el sultán, por motivos que ignoraban, se disponía a hacer que le cortaran la cabeza. Y como Aladino se había captado, por su generosidad y su afabilidad, el afecto de todos los súbditos del reino, los que le vieron apresuráronse a echar a andar detrás de él, armándose de sables unos, y de estacas otros y de piedras y palos los demás. Y aumentaban en número a medida que el convoy se aproximaba a palacio; de modo que ya eran millares y millares al llegar a la plaza del meidán. Y todos gritaban y protestaban, blandiendo sus armas y amenazando a los guardias, que a duras penas pudieron contenerles y penetrar en palacio sin ser maltratados. Y en tanto que los otros continuaban vociferando y chillando en el meidán para que se les devolviese sano y salvo a su señor Aladino, los guardias introdujeron a Aladino, que seguía cargado de cadenas, en la sala donde le esperaba el sultán lleno de cólera y de ansiedad.
No bien tuvo en su presencia a Aladino, el sultán, poseído de un furor inconcebible, no quiso perder el tiempo en preguntarle qué había sido del palacio que guardaba a su hija Badrú’l-Budur, y gritó al porta-alfanje: “¡Corta en seguida la cabeza a este impostor maldito!” Y no quiso oírle ni verle un instante más. Y el porta-alfanje se llevó a Aladino a la terraza desde la cual se dominaba el meidán en donde estaba apiñada la muchedumbre tumultuosa, hizo arrodillarse a Aladino sobre el cuero rojo de las ejecuciones, y después de vendarle los ojos le quitó la cadena que llevaba al cuello y alrededor del cuerpo, y le dijo: “¡Pronuncia tu acto de fe antes de morir!” Y se dispuso a darle el golpe de muerte, volteando por tres veces y haciendo flamear el sable en el aire en torno a él. Pero en aquel momento, al ver que el porta-alfanje iba a ejecutar a Aladino, la muchedumbre empezó a escalar los muros del palacio y a forzar las puertas. Y el sultán vio aquello, y temiéndose algún acontecimiento funesto se sintió poseído de gran espanto. Y se encaró por el porta-alfanje, y le dijo: “¡Aplaza por el instante el acto de cortar la cabeza a ese criminal!” Y dijo al jefe de los guardias:- ¡Haz que pregonen al pueblo que le otorgo la gracia de la sangre de ese maldito!'? Y aquella orden, pregonada en seguida desde lo alto de las terrazas, calmó el tumulto y el furor de la muchedumbre, e hizo abandonar su propósito a los que forzaban las puertas y a los que escalaban los muros del palacio.
Entonces Aladino, a quien se había tenido cuidado de quitar la venda de los ojos y a quien habían soltado las ligaduras que le ataban las manos a la espalda, se levantó del cuero de las ejecuciones en donde estaba arrodillado y alzó la cabeza hacia el sultán, y con los ojos llenos de lágrimas le preguntó: “Oh rey del tiempo! ¡suplico a tu alteza que me diga solamente el crimen que he podido cometer para ocasionar tu cólera y esta desgracia!” Y con el color muy amarillo y la voz llena de cólera reconcentrada, el sultán le dijo: “¿Que te diga tu crimen, miserable? ¿Es que finges ignorarlo? ¡Pero no fingirás más cuando te lo haya hecho ver con tus propios ojos!” Y le gritó: “¡Sígueme!” Y echó a andar delante de él y le condujo al otro extremo del palacio, hacia la parte que daba al segundo meidán, donde se erguía antes el palacio de Badrú’l-Budur rodeado de sus jardines, y le dijo: “¡Mira por esta ventana y dime, ya que debes saberlo; qué ha sido del palacio que guardaba a mi hija!” Y Aladino sacó la cabeza por la ventana y miró. Y no vio ni palacio, ni jardín, ni huella de palacio o de jardín, sino el inmenso meidán desierto, tal cómo estaba el día en que dio él al efrit de la lámpara orden de construir allí la morada maravillosa. Y sintió tal estupefacción y tal dolor y tal conmoción, que estuvo a punto de caer desmayado. Y no pudo pronunciar una sola palabra. Y el sultán le gritó: “Dime, maldito impostor, ¿dónde, está el palacio y dónde está mi hija, el núcleo de mi corazón, mi única hija?” Y Aladino lanzó un gran suspiro y vertió abundantes lágrimas; luego dijo: “¡Oh rey del tiempo, no lo sé!” Y le dijo el sultán: “¡Escuchame bien! No quiero pedirte que restituyan tu maldita palacio; pero sí te ordeno que me devuelvas a mi hija. Y si no lo haces al instante o si no quieres decirme qué ha sido de ella, ¡por mi cabeza, que haré que te corten la cabeza!” Y en el límite de la emoción, Aladino bajó los ojos y reflexionó durante una hora de tiempo. Luego levantó la cabeza, y dijo: “¡Oh rey del tiempo! ninguno escapa a su destino. ¡Y si mi destino es que se me corten la cabeza por un crimen que no he cometido, ningún poder logrará salvarme! Sólo te pido, pues, antes de morir, un plazo de cuarenta días para hacer las pesquisas necesarias con respecto a mi esposa bienamada, que ha desaparecido con el palacio mientras yo estaba de caza y sin que pudiera sospechar cómo ha sobrevenido esta calamidad te lo juro por la verdad de nuestra fe y los méritos de nuestro señor Mahomed (¡con él la plegaria y la paz!)” Y el sultán contestó: “Está bien; te concederé lo que me pides. ¡Pero has de saber que, pasado ese plazo, nada podrá salvarte de entre mis manos si no me traes a mi hija! ¡Porque sabré apoderarme de ti y castigarte, sea donde sea el paraje de la tierra en que te ocultes!” Y al oír estas palabras Aladino salió de la presencia del sultán, y muy cabizbajo atravesó el palacio en medio de los dignatarios, que se apenaban mucho al reconocerle y verle tan demudado por la emoción y el dolor. Y llegó ante la muchedumbre y empezó a preguntar, con torvos ojos: ¿Dónde esta mi palacio? ¿Dónde está mi esposa?” Y cuantos le veían y oían dijeron: “¡El pobre ha perdido la razón! ¡El haber caído en desgracia con él sultán y la proximidad de la muerte le han vuelto loco!” Y al ver que ya sólo era para todo el mundo un motivo de compasión, Aladino se alejó rápidamente sin que nadie tuviese corazón para seguirle. Y salió de la ciudad, y comenzó a errar por el campo, sin saber lo que hacía. Y de tal suerte llegó a orillas de un gran río, presa de la desesperación, y diciéndose: “¿Dónde hallarás tu palacio, Aladino y a tu esposa Badrú’l-Budur, ¡oh pobre!? ¿A qué país desconocido irás a buscarla, si es que está viva todavía? ¿Y acaso sabes siquiera cómo ha desaparecido?” Y con el alma obscurecida por estos pensamientos, y sin ver ya más que tinieblas y tristeza delante de sus ojos, quiso arrojarse al agua y ahogar allí su vida y su dolor. ¡Pero en aquel momento se acordó de que era un musulmán, un creyente, un puro! dio fe de la unidad de Alah y de la misión de Su Enviado. Y reconfortado con su acto de fe y su abandono a la voluntad del Altísimo, en lugar de arrojarse al agua se dedicó a hacer sus abluciones para la plegaria de la tarde. Y se puso en cuclillas a la orilla del río y cogió agua en el hueco de las manos y se puso a frotarse los dedos y las extremidades. Y he aquí que, al hacer estos movimientos, frotó el anillo que le había dado en la cueva el maghrebín. Y en el mismo momento apareció el efrit del anillo, que se prosternó ante él, diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla: ¡Soy él servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!' Y Aladino reconoció perfectamente, por su aspecto repulsivo y por su voz aterradora, al efrit que en otra ocasión hubo de sacarle del subterráneo. Y agradablemente sorprendido por aquella aparición, que estaba tan lejos de esperarse en el estado miserable en que se encontraba, interrumpió sus abluciones y se irguió sobre ambos pies, y dijo al efrit: “¡Oh efrit del anillo, oh compasivo, oh excelente! ¡Alah te bendiga y te tenga en su gracia! Pero apresúrate a traerme mi palacio y mi esposa, la princesa Badrú’l-Budur!” Pero el efrit del anillo le contestó: “¡Oh dueño del anillo! ¡lo que me pides no está en mi facultad, porque en la tierra, en el aire y en el agua yo sólo soy servidor del anillo! ¡Y siento mucho no poder complacerte en esto, que es de la competencia del servidor de la lámpara! ¡A tal fin, no tienes más que dirigirte a ese efrit, y él te complacerá!” Entonces Aladino, muy perplejo, le dijo: “¡En ese caso, ¡oh efrit del anillo! y puesto que no puedes mezclarte en lo que no te incumbe, transportando aquí el palacio de mi esposa, por las virtudes anillo a quien sirves te ordenó que me transportes a. mí mismo al paraje de la tierra en que se halla mi palacio, y me dejes, sin hacerme sufrir sacudidas, debajo de las ventanas de mi esposa, la princesa Badrú’l-Budur!”
Apenas había formulado Aladino esta petición, el efrit del anillo contestó con el oído y la obediencia, y en el tiempo en que se tarda solamente en cerrar un ojo y abrir un ojo, le transportó al fondo del Maghreb, en medio de un jardín magnífico, donde se alzaba, con su hermosura arquitectural, el palacio de Badrú’l-Budur. Y le dejó con mucho cuidado debajo de las ventanas de la princesa, y desapareció:
Entonces, a la vista de su palacio, sintió Aladino dilatársele el corazón 'y tranquilizársele el alma y refrescársele los ojos. Y de nuevo entraron en el la alegría y la esperanza. Y de la misma manera que está preocupado y no duerme quien confía una cabeza al vendedor de cabezas cocidas al horno, así Aladino, a pesar de sus fatigas y sus penas, no quiso descansar lo más mínimo. Y se limitó a elevar su alma hacia el Creador para darle gracias por sus bondades y reconocer que sus designios son impenetrables para las criaturas limitadas. Tras de lo cual se puso muy en evidencia debajo de las ventanas de su esposa Badrú'lBudur.
Y he, aquí que, desde que fue arrebatada con el palacio por el mago maghrebín, la princesa tenía la costumbre de levantarse todos los días a la hora del alba, y se pasaba el tiempo llorando y las noches en vela, poseída de tristes, pensamientos en su dolor por verse separada de su padre y de su esposo bienamado, además de todas las violencias de que la hacía víctima el maldito maghrebín, aunque sin ceder ella. Y no dormía, ni comía, ni bebía. Y aquella tarde, por decreto del destino, su servidora había entrado a verla para distraerla. Y abrió una de las ventanas de la sala de cristal, y miró hacia fuera, diciendo: “¡Oh mi señora! ¡ven a ver cuán delicioso es el aire de esta tarde!” Luego lanzó de pronto un grito, exclamando: “¡Ya setti, ya setti! ¡He ahí a mi amo Aladino, he ahí a mi amo Aladinol ¡Está bajo las ventanas del palacio...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y y se calló discretamente.
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PERO CUANDO LLEGÓ LA 769 NOCHE
Ella dijo:
“¡Ya setti, ya settí! ¡He ahí a mi amo Aladino, he ahí a mi amo Aladino! ¡Está bajo las ventanas del palacio!”
Al oír estas palabras de su servidora, Badrú’l-Budur se precipitó a la ventana, y vio a Aladino, el cual la vio también. Y casi enloquecieron ambos de alegría. Y fue Badrú'l-Budur la primera que pudo abrir la boca, y gritó a Aladino: “¡Oh querido mío! ¡ven pronto, ven pronto! ¡mi servidora va a bajar para abrirte la puerta secreta! ¡Puedes subir aquí sin temor! ¡El mago maldito está ausente por el momento!” Y cuando la servidora le hubo abierto la puerta secreta, Aladino subió al aposento de su esposa y la recibió en sus brazos. Y se besaron, ebrios de alegría, llorando y riendo. Y cuando estuvieran un poco calmados se sentaron uno junto a otro, y Aladino dijo a su esposa: “¡Oh Badrú'l-Badur! ¡antes de nada tengo que preguntarte qué ha sido de la lámpara de cobre qué dejé eri mi cuarto sobre una mesilla antes de salir de caza!” Y exclamó la princesa: “¡Ah! ¡querido mío, esa lámpara precisamente es la causa de nuestra desdicha! ¡Pero todo ha sido por mi culpa, sólo por mi culpa!” Y contó a Aladino cuanto había ocurrido en el palacio desde, su ausencia, y cómo, por reírse de la locura del vendedor de lámparas, había, cambiado la lámpara de la mesilla por una lámpara nueva; y todo lo que ocurrió después, sin olvidar un detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y concluyó diciendo: “Y sólo después de transportarnos aquí con el palacio es cuando el maldito maghrebín ha venido a revelarme qué, por el poder de su hechicería y las virtudes de la lámpara cambiada, consiguió arrebatarme a tu afecto con el fin de poseerme. ¡Y me dijo que era maghrebín y que estábamos en Maghreb, su país!” Entonces Aladino, sin hacerle el menor reproche, le preguntó: “¿Y qué desea hacer contigo ese maldito?” Ella dijo: “Viene una vez al día, nada más a hacerme una visita, y trata por todos los medios de seducirme. ¡Y como está lleno de perfidia, para vencer mi resistencia no ha cesado de afirmarme, que el sultán te había hecho cortar la cabeza por impostor, y que, al fin y al cabo, no eras más que el hijo de una pobre gente, de un miserable sastre llamado Mustafá, y que sólo a él debías la fortuna y los honores de que disfrutabas! Pero hasta ahora no ha recibido de mí, por toda respuesta, más que el silencio del desprecio y que le vuelva la espalda. ¡Y se ha visto obligado a retirarse siempre con las orejas caídas y la nariz alargada! ¡Y a cada vez temía yo que recurriese a la violencia! Pero hete aquí ya. ¡Loado sea Alah!” Y Aladino le dijo: “Dime ahora ¡oh Badrú'l-Budur! en qué sitio del palacio está escondida, si lo sabes, la lámpara qué consiguió arrebatarme ese maldito maghrebín.” Ella dijo: “Nunca la deja en el palacio, sino que la lleva en el pecho continuamente. ¡Cuántas veces se la he visto sacar en mi presencia para enseñármela como un trofeo!” ¡Entonces Aladino le dijo: “¡Está bien! pero ¡por tu vida, que no ha de seguir enseñándotela mucho tiempo! ¡Para eso únicamente te pido que me dejes un instante solo en esta habitación!” Y Badrú’l-Budur salió de la sala y fue a reunirse con sus servidoras.
Entonces Aladino frotó el anillo mágico qué llevaba al dedo, y dijo al efrit que se presentó: “¡Oh efrit del anillo! ¿conoces las diversas especies de polvos soporíferos?” El efrit contestó: “Es lo que mejor conozco!” Aladino dijo: “¡En ese caso te ordeno que me traigas una onza de bang cretense, una sola toma del cual sea capaz de derribar a un elefante!” Y desapareció el efrit, pero para volver al cabo de un momento, llevando en los dedos una cajita, que entrego a Aladino, diciéndole: “¡Aquí tienes ¡oh amo del anillo! bang cretense de la calidad más fina!” Y se fue Y Aladino llamó a su esposa Badrú’l-Budur, y le dijo: “¡Oh mi señora Badrú’l-Budur! si quieres que triunfemos de ese maldito maghrebín, no tienes más que seguir el consejo que voy, a darte. ¡Y te advierto que el tiempo apremia, pues me has dicho que el maghrebín estaba a punto de llegar para intentar seducirte! ¡He aquí, pues, lo que tendrás que hacer!” Y le dijo: “¡Harás estas cosas, y le dirás estas otras cosas!” Y le dio amplias instrucciones respecto a la conducta que debía seguir con el mago. Y añadió: “En cuanto a mí, voy a ocultarme en esta arca. ¡Y saldré en el momento oportuno!” Y le entregó la cajita de bang, diciendo: “¡No te olvides de lo que acabo de indicarte!” Y la dejó para ir a encerrarse en el arca.
Entonces la princesa Badrú’l-Budur, a pesar de la repugnancia que tenía a desempeñan el papel consabido, no quiso perder la oportunidad de vengarse del mago, y se propuso seguir las instrucciones de su esposo Aladino. Se levantó, pues, y mandó a sus mujeres que la peinaran y la pusieran el tocado que sentaba mejora su cara de luna, y se hizo vestir con el traje más hermoso de sus arcas. Luego se ciñó el talle con un cinturón de oro incrustado de diamantes, y se adornó el cuello con un collar de perlas nobles de igual tamaño, excepto la de en medio, que tenía el volumen de una nuez; y en las muñecas y en los tobillos se puso pulseras de oro con pedrerías que casaban maravillosamente con los colores de los demás adornos. Y perfumada y semejante a una hurí escogida, y, más brillante que las reinos y sultanas más brillantes, se miró enternecida en su espejo, mientras sus mujeres maravillábanse de su belleza y prorrumpían en exclamaciones de admiración. Y se tendió perezosamente en los almohadones, esperando la llegada del mago.
No dejó éste de ir a la hora anunciada. Y la princesa, contra lo que acostumbraba, se levantó en honor suyo, y con una sonrisa le invitó a sentarse juntó a ella en el diván. Y el maghrebín, muy emocionado por aquel recibimiento, y deslumbrado por el brillo de los hermosos ojos que le miraban y pon la belleza arrebatadora de aquella, princesa tan deseada, sólo permitió sentarse al borde del diván por cortesía y deferencia. Y la princesa, siempre sonriente, le dijo: “¡Oh mi señor! no te asombres de verme hoy tan cambiada, porque mi temperamento, que por naturaleza es muy refractario a la tristeza, ha acabado por sobreponerse a mi pena y a mi inquietud. Y además, he reflexionado sobre tus palabras con respecto a mi esposo Aladino, y ahora estoy convencida de que ha muerto a causa de la terrible cólera de mi padre el rey. ¡Lo que esta escrito ha de ocurrir! Y mis lágrimas y mis pesares no darán vida a un muerto. Por eso he renunciado a la tristeza y al duelo y he resuelto no rechazar ya tus proposiciones y tus bondades. ¡Y ese es el motivo de mi cambio de humor!” Luego añadió: “¡Pero aun no. te he ofrecido los refrescos de amistad!” Y se levantó, ostentando su deslumbradora belleza, y se dirigió a la mesa grande en que estaba la bandeja de los vinos y sorbetes, y mientras llamaba a una de sus servidoras para que sirviera la bandeja, echó un poco de bang cretense en la copa de oro que había en la bandeja. Y el maghrebín no sabía cómo darle gracias por sus bondades. Y cuando se acerco la doncella con la bandeja de los sorbetes, cogió él la capa y dijo a Badrú’l-Budur: “¡Oh princesa! ¡por muy deliciosa que sea está bebida no podrá refrescarme tanto como la sonrisa de tus ojos!” Y tras de hablar así se llevó la copa a los labios y la vació de un solo trago, sin respirar. ¡Pero al instante fue a caer sobre el tapiz con la cabeza antes que con los pies, a las plantas de Badrú’l-Budur!
Al ruido de la caída Aladino lanzó un inmenso grito de triunfo y salió del armario para correr en seguida hacia el cuerpo inerte de su enemigo. Y se precipito sobre él, le abrió la parte superior del traje y le sacó del pecho la lámpara que estaba allí escondida. Y se encaró con Badrú'l-Budur; que acudía a besarle en el límite de la alegría, y le dijo: “¡Te ruego que me dejes solo, otra vez! ¡Porque ha de terminarse hoy todo!” Y cuando se alejó Badrú'l-Budur, frotó la lámpara en el sitio que sabía, y al punto vio aparecer al efrit de la lámpara, quien, después de la fórmula acostumbrada, esperó la orden. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡por las virtudes de esta lámpara que sirves, te ordeno que transportes este palacio, con todo lo que contiene, a la capital del reino de la China, situándolo exactamente en el mismo lugar de donde lo quitaste para traerlo aquí! ¡Y hazlo de manera que el transporte se efectúe sin conmoción, sin contratiempo y sin sacudidas!” Y el genni contestó: “¡Oír es obedecer!” Y desapareció. Y en el mismo momento, sin tardar más tiempo del que se necesita para cerrar un ojo y abrir un ojo, se hizo el transporte, sin que nadie lo advirtiera, porque apenas si se hicieron sentir dos ligeras agitaciones, una al salir y otra a la llegada.
Entonces Aladino, después de comprobar que el palacio estaba en realidad frente por frente al palacio del sultán, en el sitio que ocupaba antes, fue en busca de su esposa Badrú’l-Budur y la besó mucho, y le dijo: “¡Ya estamos en la ciudad de tu padre! ¡Pero, como es de, noche; más vale que esperemos a mañana por la mañana para ir a anunciar al sultán nuestro regreso! Por el momento, no pensemos más que en regocijamos con nuestro triunfo y con nuestra reunión, ¡oh Badrú'l-Budur!” Y como desde la víspera Aladino aun no había comido nada, se sentaron ambos y se hicieron servir por los esclavos una comida suculenta en la sala de las noventa y nueve ventanas cruzadas. Luego pasaron juntos aquella noche en medio de delicias y dicha.
Al día siguiente salió de su palacio el sultán para ir, según costumbre, a llorar por su hija en el paraje donde no creía encontrar más que las zanjas de los cimientos. Y muy entristecido y dolorido, echó una ojeada por aquel lado, y se quedó estupefacto al ver ocupado de nuevo el sitio del meidán por el palacio magnífico, y no vacío, como él se imaginaba, Y en un principio creyó que sería efecto de la niebla o de algún ensueño de su espíritu inquieto, y se frotó los ojos varias veces. Pero como la visión subsistía siempre, ya no pudo dudar de su realidad, y sin preocuparse de su dignidad de sultán echó a correr agitando los brazos y lanzando gritos de alegría, y atropellando a guardias y porteras subió la escalera de alabastro sin tomar aliento, no obstante su edad, y entró en la sala de la bóveda de cristal con noventa y nueve ventanas, en la cual precisamente esperaban su llegada, sonriendo, Aladino y Badrú’l-Budur. Y al verle se levantaron ambos y corrieron a su encuentro. Y besó él a su hija, derramando lágrimas de alegría y en el límite de la ternura; y ella también.
Y. cuando pudo abrir la boca y articular una palabra, dijo: “¡Oh hija mía! ¡veo con asombro que no se te ha demudado el rostro ni se te ha puesto la tez más amarilla, a pesar de todo lo sucedido desde el día en que te vi por última vez! ¡Sin embargo, ¡oh hija de mi corazón! debes haber sufrido mucho, y no habrás visto sin alarmas y terribles angustias cómo te transportaban de un sitio a otro con todo el palacio! ¡Porque, nada más que con pensarlo, yo mismo me siento invadido por el temblor y el espanto! ¡Daté prisa, pues, ¡oh hija mía! a explicarme el motivo de tan escaso cambio en tu fisonomía, y a contarme, sin ocultarme nada, cuanto te ha ocurrido desde el comienzo hasta el fin!” Y Badrú'l-Budur contestó: “¡Oh padre mío! has de saber que si se me ha demudado tan poco el rostro es porque ya he ganado lo que había perdido con mi alejamiento de ti y de mi esposo Aladino. Pues la alegría de volver a entre a ambos me devuelve mi frescura y mi color de antes. Pero he sufrido y he llorado mucho, tanto por verme arrebatada a tu afecto y al de mi esposo bienamado, como por haber caído en poder de un maldito mago maghrebín que es el causante de todo lo que ha sucedido, y que me decía cosas desagradables y quería seducirme después de raptarme. ¡Pero todo fue por culpa de mi atolondramiento, que me impulsó a ceder a otro lo que no me pertenecía!” Y en seguida contó a su padre toda la historia con los menores detalles, sin olvidar nada. Pero no hay ninguna utilidad en repetirla. Y cuando acabó de hablar, Aladino, que no había abierto la boca hasta entonces, se encaró con el sultán, estupefacto hasta el límite de la estupefacción, y le mostró, detrás de una cortina, el cuerpo inerte del mago, que tenía la cara toda negra por efecto de la violencia del bang, y le dijo: “¡He aquí al impostor, causante de nuestra pasada desdicha y de mi caída en desgracia! ¡Pero Alah le ha castigado!”
Al ver aquello, el sultán, enteramente convencido de la inocencia de Aladino, le besó muy tiernamente, oprimiéndole contra su pecho, y le dijo: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡no me censures con exceso por mi conducta para contigo, y perdóname los malos tratos que te infligí! ¡Porque merece alguna excusa el afecto que experimento por mi hija única Badrú’l-Budur, y bien sabes que el corazón de un padre está lleno de ternura, y que hubiese preferido yo perder todo mi reino antes que un cabello de la cabeza de mi hija bienamada!” Y Contestó Aladino: “Verdaderamente, tienes excusa, ¡oh padre de Badrú'l-Budur! porque sólo el afecto que sientes por tu hija, a la cual creías perdida por mi culpa, te hizo usar conmigo procedimientos enérgicos. Y no tengo derecho a reprocharte de ninguna manera. Porque a mí me correspondía prevenir las asechanzas pérfidas de ese infame mago y tomar precauciones contra él. ¡Y no te darás cuenta bien de toda su malicia hasta que, cuando tenga tiempo, te relate yo la historia de cuanto me ocurrió con él!” Y el sultán besó a Aladino una vez más, y le dijo: “En verdad ¡oh Aladino! que es absolutamente preciso que busques ocasión de contarme todo eso. ¡Pero aun es más urgente desembarazarme ya del espectáculo de ese cuerpo maldito que yace inanimado a nuestros pies, y regocijarnos juntos de tu triunfo!” Y Aladino dio orden a sus efrits jóvenes de que se levaran el cuerpo del maghrebín y lo quemaran en medio de la plaza del meidán sobre un montón de estiércol y echaran las cenizas en el hoyo de la basura. Lo cual se ejecutó puntualmente en presencia de toda la ciudad reunida, que se alegraba de aquel castigo merecido y de la vuelta del emir Aladino a la gracia del sultán.
Tras de lo cual, por medio de los pregoneros, qué iban seguidos por tañedores de clarines, de timbales y de tambores, el sultán hizo anunciar que daba libertad a los presos en señal de regocijo público; y mandó repartir muchas limosnas a los pobres y a los menesterosos. .Y por la noche hizo iluminar toda la ciudad, así como su palacio y el de Aladino y Badrú’l-Budur: Y así fue cómo Aladino, merced a la bendición que llevaba consigo, escapó por segunda vez a un peligro de muerte. Y aquella misma bendición debía aun salvarle por tercera vez, como vais a saber, ¡oh oyentes míos!
En efecto, hacía ya algunos meses que Aladino estaba de regreso y llevaba con su esposa una vida feliz bajo la mirada enternecida y vigilante de su madre, que entonces era una dama venerable de aspecto imponente, aunque desprovista de orgullo y de arrogancia, cuando la esposa del joven entró un día, con rostro un poco triste y dolorido, en la sala de la bóveda de cristal, donde él estaba casi siempre para disfrutar la vista de los jardines, y se le acercó, y le dijo: “¡Oh mi señor Aladino! Alah, que nos ha colmado con sus favores a ambos, hasta el presente me ha negado el consuela de tener un hijo. Porque ya hace bastante tiempo que estamos casados y no siento fecundadas por la vida mis entrañas: ¡Vengo, pues, a suplicarte que me permitas mandar venir al palacio a una santa vieja llamada Fatmah que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la imposición de sus manos...
En esté momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, se calló discretamente
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